Bolivia se acerca a un vórtice definitivo en el que se saldarán las contradicciones y profundas diferencias entre facciones centenariamente en pugna en la nación del norte.
El plebiscito revocatorio instrumentado por el gobierno de Evo Morales ha sido una jugada arriesgada, pero políticamente brillante, para desmadejar la maniobra que venían llevando adelante los prefectos opositores de las provincias orientales.
En efecto al poner su propio cargo, y el de los demás mandatarios surgidos del voto popular, a disposición de la decisión soberana de los bolivianos, Evo dio un fuerte golpe deslegitimatorio al proceso que llevaban adelante los gobiernos provinciales de Tarija, Santa Cruz, Pando y Beni, y que apuntaba a la secesión de esos territorios. El acto electoral del domingo próximo debe dejar en claro, según toda evidencia, que la mayoría absoluta del pueblo boliviano respalda el proceso revolucionario llevado adelante por Evo Morales, y que los plebiscitos efectuados previamente en las provincias rebeldes fueron realizados en condiciones que no permitieron garantizar a todos los electores la posibilidad de expresar su voluntad con garantías suficientes.
Pero esta jugada, que deja sin aire a la pretensión de los secesionistas, encierra el peligro lógico de que estos abandonen todo viso de respeto a la legalidad y se lancen ya sin tapujos al golpe de Estado. El desafío que enfrentan Evo Morales y el pueblo de Bolivia es enorme, pues así lo ha sido también la trascendencia de su victoria y las implicancias que tendrá ese proceso para los sectores tradicionalmente dominantes en nuestro vecino, en caso de confirmarse y profundizarse a partir de la reforma constitucional que se avecina.
Bolivia tiene un historial trágico en golpes de estado que le permite destacarse en tal sentido, aún en el marco de su pertenencia a un subcontinente de escasas credenciales democráticas. La etapa que se vivió desde 1982, con el fin de las dictaduras militares, presentó en principio características similares a la de muchas naciones sudamericanas en las que se ha vivido un relativamente prolongado período de normalidad constitucional, con gobiernos tan obedientes a los dictados de Washington y de los organismos internacionales de “crédito”, que las fuerzas que se valieron históricamente de los golpes militares para imponer sus condiciones, parecieron no necesitar de tales actividades. En el caso de Bolivia, país históricamente esquilmado por sus oligarquías antinacionales y antipopulares, el proceso fue particularmente doloroso y culminó con la presidencia de Gonzalo Sánchez de Lozada, un boliviano tan transnacionalizado que se expresaba penosamente en castellano, pero pensaba fluidamente en inglés. Durante su segundo mandato, este mimado por la prensa internacional alineada con los intereses de la banca y el gran capital, terminó de granjearse el odio del pueblo boliviano con el proceso de desnacionalización gasífera, vendiendo su producción a Estados Unidos y México, en un escenario en el que la mayoría de la población cocinaba a leña.
2003 fue a los bolivianos lo que 2001 a los argentinos, terminando de revelar a quién aún no quería verlo el verdadero rostro de las recetas neoliberales que el Consenso de Washington tenía para ofrecernos. La reacción hidalga de un pueblo al que siglos de explotación no han despojado de su orgullo y dignidad, inició un proceso que terminó catapultando al Palacio Quemado al primer presidente boliviano perteneciente a sus pueblos originarios. Un indio, en fin, para decirlo con las palabras que sonaron con asco en boca de la Bolivia blanca y aún rubia, que existe y que es la que concentra la riqueza, como socia de los tradicionales esquilmadores de los recursos de ese pueblo.
Evo es parte de un proceso transformador que abarca a Latinoamérica, y que mas allá de los méritos y errores de los líderes que en Venezuela, Brasil, Argentina, Ecuador, Paraguay y Uruguay encabezan esos procesos, demuestra antes que nada la voluntad de los pueblos de cambiar un destino de sumisión, que parecía escrito para siempre. En el caso particular de Bolivia, el desafío es particularmente difícil, tal como va quedando en evidencia en el transcurrir de los días y de las horas últimas.
Todo lo que allí ocurre es trascendente para nuestro país, en más de un sentido, por lo que sin duda no puede adoptar, y no adoptará, la actitud de un observador pasivo del proceso boliviano. Argentina es hoy un socio importante de Bolivia, y su condición, además, de estado limítrofe haría que cualquier desastre político o humanitario que afecte a ese país, sacuda a nuestra frontera norte.
El firme apoyo del Mercosur, y fundamentalmente de Argentina, Brasil y Venezuela es clave para que Evo Morales y los bolivianos resistan el desafío; el golpe a una nación sudamericana es un golpe a todos los procesos transformadores. Chávez siempre en la mira de los Estados Unidos y de sus socios locales, ya recibió y enfrentó exitosamente desafíos como el que ahora afecta a Bolivia. De otra clase, pero con inspiradores parecidos, ha sido el clima destituyente que se pretendió instalar en nuestro país.
El último proceso secesionista exitoso que afectó a Sudamérica fue en 1903, y terminó con la separación de Panamá de la República de Colombia. Como en cada calamidad política sufrida por la América hispana, el accionar de los Estados Unidos fue decisivo para que así ocurriera. Hoy no ya Bolivia, sino todos los americanos al sur del Río Grande afrontamos este desafío.
El plebiscito revocatorio instrumentado por el gobierno de Evo Morales ha sido una jugada arriesgada, pero políticamente brillante, para desmadejar la maniobra que venían llevando adelante los prefectos opositores de las provincias orientales.
En efecto al poner su propio cargo, y el de los demás mandatarios surgidos del voto popular, a disposición de la decisión soberana de los bolivianos, Evo dio un fuerte golpe deslegitimatorio al proceso que llevaban adelante los gobiernos provinciales de Tarija, Santa Cruz, Pando y Beni, y que apuntaba a la secesión de esos territorios. El acto electoral del domingo próximo debe dejar en claro, según toda evidencia, que la mayoría absoluta del pueblo boliviano respalda el proceso revolucionario llevado adelante por Evo Morales, y que los plebiscitos efectuados previamente en las provincias rebeldes fueron realizados en condiciones que no permitieron garantizar a todos los electores la posibilidad de expresar su voluntad con garantías suficientes.
Pero esta jugada, que deja sin aire a la pretensión de los secesionistas, encierra el peligro lógico de que estos abandonen todo viso de respeto a la legalidad y se lancen ya sin tapujos al golpe de Estado. El desafío que enfrentan Evo Morales y el pueblo de Bolivia es enorme, pues así lo ha sido también la trascendencia de su victoria y las implicancias que tendrá ese proceso para los sectores tradicionalmente dominantes en nuestro vecino, en caso de confirmarse y profundizarse a partir de la reforma constitucional que se avecina.
Bolivia tiene un historial trágico en golpes de estado que le permite destacarse en tal sentido, aún en el marco de su pertenencia a un subcontinente de escasas credenciales democráticas. La etapa que se vivió desde 1982, con el fin de las dictaduras militares, presentó en principio características similares a la de muchas naciones sudamericanas en las que se ha vivido un relativamente prolongado período de normalidad constitucional, con gobiernos tan obedientes a los dictados de Washington y de los organismos internacionales de “crédito”, que las fuerzas que se valieron históricamente de los golpes militares para imponer sus condiciones, parecieron no necesitar de tales actividades. En el caso de Bolivia, país históricamente esquilmado por sus oligarquías antinacionales y antipopulares, el proceso fue particularmente doloroso y culminó con la presidencia de Gonzalo Sánchez de Lozada, un boliviano tan transnacionalizado que se expresaba penosamente en castellano, pero pensaba fluidamente en inglés. Durante su segundo mandato, este mimado por la prensa internacional alineada con los intereses de la banca y el gran capital, terminó de granjearse el odio del pueblo boliviano con el proceso de desnacionalización gasífera, vendiendo su producción a Estados Unidos y México, en un escenario en el que la mayoría de la población cocinaba a leña.
2003 fue a los bolivianos lo que 2001 a los argentinos, terminando de revelar a quién aún no quería verlo el verdadero rostro de las recetas neoliberales que el Consenso de Washington tenía para ofrecernos. La reacción hidalga de un pueblo al que siglos de explotación no han despojado de su orgullo y dignidad, inició un proceso que terminó catapultando al Palacio Quemado al primer presidente boliviano perteneciente a sus pueblos originarios. Un indio, en fin, para decirlo con las palabras que sonaron con asco en boca de la Bolivia blanca y aún rubia, que existe y que es la que concentra la riqueza, como socia de los tradicionales esquilmadores de los recursos de ese pueblo.
Evo es parte de un proceso transformador que abarca a Latinoamérica, y que mas allá de los méritos y errores de los líderes que en Venezuela, Brasil, Argentina, Ecuador, Paraguay y Uruguay encabezan esos procesos, demuestra antes que nada la voluntad de los pueblos de cambiar un destino de sumisión, que parecía escrito para siempre. En el caso particular de Bolivia, el desafío es particularmente difícil, tal como va quedando en evidencia en el transcurrir de los días y de las horas últimas.
Todo lo que allí ocurre es trascendente para nuestro país, en más de un sentido, por lo que sin duda no puede adoptar, y no adoptará, la actitud de un observador pasivo del proceso boliviano. Argentina es hoy un socio importante de Bolivia, y su condición, además, de estado limítrofe haría que cualquier desastre político o humanitario que afecte a ese país, sacuda a nuestra frontera norte.
El firme apoyo del Mercosur, y fundamentalmente de Argentina, Brasil y Venezuela es clave para que Evo Morales y los bolivianos resistan el desafío; el golpe a una nación sudamericana es un golpe a todos los procesos transformadores. Chávez siempre en la mira de los Estados Unidos y de sus socios locales, ya recibió y enfrentó exitosamente desafíos como el que ahora afecta a Bolivia. De otra clase, pero con inspiradores parecidos, ha sido el clima destituyente que se pretendió instalar en nuestro país.
El último proceso secesionista exitoso que afectó a Sudamérica fue en 1903, y terminó con la separación de Panamá de la República de Colombia. Como en cada calamidad política sufrida por la América hispana, el accionar de los Estados Unidos fue decisivo para que así ocurriera. Hoy no ya Bolivia, sino todos los americanos al sur del Río Grande afrontamos este desafío.
1 comentario:
yeah! its much better,
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